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“Hasta muy recientemente teníamos que tomar algunas decisiones de vida importantes acerca de nuestra educación y nuestras carreras, con quién casarnos y si ir o no al ejército cuando partes de nuestro cerebro no estaban óptimamente desarrolladas todavía. Entonces es algo bueno que los veintipico se hayan vuelto una época de auto-descubrimiento”.
Con este mensaje tranquilizador el neurocientista Jay Giedd del Instituto Nacional de Salud Mental le indica a los padres de aquellos adolescentes (y no tanto) que todavía no se han independizado o progresado como se espera, que se relajen.
Y es que los últimos estudios en el campo de la neurociencia (específicamente en lo que concierne al desarrollo neuronal) muestran que los individuos pueden estar mejor “equipados” para tomar ciertas decisiones cuando están más cerca de los 30. Contradiciendo anteriores concepciones de que luego de la pubertad no había muchos más cambios por producirse y uno ya estaba más o menos “formado”, numerosos especialistas ahora se enfocan en estudiar qué pasa dentro de nuestras cabezas durante aquella etapa de la vida que se ha dado a conocer como “Emerging Adulthood”.
Este concepto acuñado en el año 2000 por el profesor Jeffrey J. Arnett refiere a ese momento que va desde los 19 a los 30 años aproximadamente, en el que muchos no han podido definirse en los términos planteados por la sociedad e ingresar al “mundo adulto” (entendiendo al mismo por una serie de hitos clásicos que cada vez parecieran tener menos vigencia).
Citando un artículo ya analizado aquí del diario The New York Times del 2010: “Un tercio de la gente en sus veintipico se muda a un nuevo lugar cada año. El 40% vuelve al hogar paterno al menos una vez. Los jóvenes durante esta etapa recorren un promedio de siete trabajos. El promedio de edad para el casamiento pasó de 21 para las mujeres y 23 para los hombres en la década del 70′, a 26 para las mujeres y 28 para los hombres al día de hoy…”
Como se puede apreciar, una etapa convulsionada en la que las construcciones más tradicionales ya no parecen aguantar el peso de una cotidianeidad desafiante. Ante la afirmación “Nunca me convertiré en un adulto” que figuró en una encuesta realizada por la Universidad Clark en Abril de este año (entre las edades 18-29), el 34% manifestaba acuerdo, el 5% desacuerdo y el 47% expresaba un acuerdo parcial. Quizás lo que esté decantando cada vez más es que ser un adulto bajo ciertas premisas no tiene demasiado “appeal” por estos días.
Lo llamativo del artículo que comencé citando es que pareciera necesaria una especie de “habilitación biológica” para justificar ciertas dilaciones en la proyección y definición personal, como si no se pudiera hablar abiertamente de que con estos modelos de vida no se va ni para adelante ni para atrás. Otro aspecto útil para analizar surge también cuando Giedd explica que el hecho de que el cerebro humano permanezca de alguna manera “sin terminar” durante la temprana adultez puede ser de lo más ventajoso para el individuo, ya que le permite adaptarse a un ambiente cambiante (“We can figure out what kind of world we live in and what we need to be really good at”). ¿Acaso estaría pensando precisamente en esta época de complejidad emergente y grandes transformaciones para el ser humano?
Sea como fuere, estamos ante un muy interesante experimento que implica definir en qué consiste la adultez para cada uno, qué tipo de modelos y dinámicas van a favorecer el máximo aprovechamiento de nuestras posibilidades en el mundo de hoy y, fundamentalmente, qué tipo de debates se van a iniciar con respecto a todo esto.
Delayed Development: 20-Somethings Blame the Brain
http://online.wsj.com/article/SB10000872396390443713704577601532208760746.html