Dime qué haces y te diré quién eres…

Por Mercedes Rojas Machado

Entre crisis económicas y debacles en el ámbito familiar, no parece tener demasiado protagonismo una de las preguntas más importantes de nuestra proyección: el trabajo y cómo nos relacionamos con él.

En principio, esta cavilación siempre se manifiesta como una puja de intereses ya determinados, fuerzas que orbitan contrapuestas como únicos factores involucrados: el trabajo y la familia, el placer y “lo que te da de comer”, la alienación y el hastío del retiro. Falsas dicotomías que, al tiempo que naturalizan malestares, dificultan visualizar dónde yace el verdadero problema. Sería lógico deducir que la incompatibilidad o la tensión se deben al diseño de los modelos hegemónicos en sí, y no a las piruetas que se necesitan para articular sus disímiles componentes. No se trata entonces de dirigir todos los recursos a transitar esas contradicciones, sino de crear configuraciones que no presupongan una renuncia a los deseos y propósitos. De lo contrario, con facilidad uno caería dentro de un combate ideológico entre aquellos patrones (el ámbito laboral-profesional y la familia) que, encarnizadamente, intentan dilucidar cuál de ellos tiene mayor influencia sobre la humanidad.

En este contexto existen quienes pretenden analizar el fenómeno uniéndolo a un planteo integral sobre la satisfacción y la plenitud, argumentando que las expectativas generadas por tal evaluación son tan altas que habitualmente derivan en duras frustraciones. Una lectura que podría sonar algo antojadiza si advertimos que el problema suele estar en la forma que adoptan estas pretensiones y no en su carácter endógeno. Esta invitación a reducir aspiraciones parece un espeso telón que sólo se abre para exhibir perspectivas condescendientes.

En un intento por esclarecer la cuestión general, uno de los principales mitos que habría que derribar es aquel que coloca a la vocación en el pedestal del desarrollo estratégico de los individuos. Es así que algo preexistente guía las decisiones más importantes de la proyección personal presentándose como una entidad con vida propia, mientras los hombres tan sólo se contentan con “dejarse llevar” como una dócil hoja arrastrada por el viento. El futuro aparece solamente como resultado de ese “momento de epifanía”. No sorprende entonces que a muchos les sea difícil imaginarse fuera del mandato de especialización, o sientan enrevesado el predisponerse a ver como éste puede condicionar las aspiraciones venideras o ser un brutal determinante en su construcción identitaria.

De esta manera, la identidad comienza a cumplir un rol importante en este análisis y, es usual, que la discusión gire en torno al encuadre profesional, una demarcación de la personalidad en base a variables como las de un título acreditador o la dedicación cuasi exclusiva a una práctica determinada (lo cual no es distintivo de la academia, sino también común a otras áreas como la deportiva o artística). Cuando eso no sucede, en lugar de generarse una mirada abarcativa, se acostumbra a sucumbir ante otro reduccionismo: alegar que el trabajo nada dice de quien lo realiza. Ambas propensiones comparten la misma lógica de disociación y fractura.

La indulgencia a la hora de analizar estas cuestiones es por momentos abrumadora y los puntos de vista rara vez ponen en riesgo lo establecido. El escritor de libros de autoayuda Alain de Bottom, cuyas opiniones son muy representativas de la cultura actual, plantea que la finitud de la vida humana y la inmensidad de planes colectivos hacen que no sea accesible la conexión entre la labor cotidiana y sus respectivos fines; por lo tanto, se trataría de simplificar las tareas de modo tal que todos puedan contemplar el producto de sus esfuerzos. Desde esta óptica, no parecería viable que, sin renunciar a la complejidad, uno pueda proyectarse de forma acabada con una conexión clara entre el trabajo que se realiza y la implicancia en su propia existencia.

Si se renuncia a la construcción de identidades compuestas, si se abandona la disposición a repensar estas problemáticas, es probable que prime la naturalización de la disconformidad, laquemazón y el estrés, como si no existiera la posibilidad de una vivencia más enriquecedora. Difícilmente puedan hallarse enfoques propulsores mientras no se piense que hay ordenamientos más sanos y estimulantes en los que el trabajo puede ser encuadrado. En esta cotidianeidad agrietada no despierta sospechas que muchos intenten por todos los medios soslayar cualquier instancia reflexiva. La fobia a las vacaciones suele ser un reflejo de esta tendencia. Abundan los recursos para engañar la mente, desde los “workaholics” hasta quienes cambian permanentemente de empleo tratando de encontrarse a sí mismos, pero siempre dentro del mismo paradigma. La consigna indica que “la función debe continuar”.

Otros se han volcado a explorar el medio laboral persiguiendo la conquista de un horizonte satisfactorio, sea un ambiente en el que pueda combinarse una estructura eficiente con libertad y crecimiento personal o procedimientos dirigidos a obtener “beneficios comunitarios” (aunque sin revelar una gestualidad crítica sobre esos beneficios). A pesar de ser panoramas más alentadores, aún se mantienen dentro del terreno tradicional, revalorando baluartes ancestrales como la vocación o la profesión.

Pareciera que ante un interrogante de tamaña envergadura se adoptan posturas similares a las de una muñeca Daruma, esa pieza japonesa sin piernas a la que se le dan papirotazos incesantes pero que finalmente siempre retoma su verticalidad asegurada por un contrapeso interior. El punto es analizar cuál es ese contrapeso, a qué responde… En algunos casos podría tratarse de un mero automatismo ante el vacío de una ocupación que no alimenta la vida, o que está divorciada de las grandes preguntas de la misma.

Es lógico entonces que una mirada independiente involucre un giro en el uso del tiempo y los recursos, una apuesta por el desarrollo propio y global con la posibilidad de combinar una estructura sólida y comunitaria con un componente de autogestión. Allí el plano humano cumpliría una función significativa. Ya no se trataría de pensar en quienes comparten el medio laboral como simples compañeros que coinciden con nosotros en un espacio situacional, sino personas cuidadosamente escogidas con las que puede plantearse un destino común e inspirador.

Si uno pretende alinearse en una genuina búsqueda por la integralidad, seguramente tenga que indagar cómo se ensamblan las diferentes facetas vitales de tal modo que sean compatibles entre sí y, a su vez, analizar si dan respuesta a las inquietudes esenciales, a una forma de incidir positivamente en el mundo.

Quizás sea un desafío más de esta época abandonar el constante desperdicio de recursos o, lo que es peor, las energías que suelen depositarse en áreas y proyectos que nada tienen que ver con las propias ilusiones y anhelos. Porque en definitiva uno es también lo que hace, en todos los aspectos de su vida.

Riorevuelto
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