La erupción del territorio invisible
Nunca hay que dar por muerto al hombre antes de tiempo.
Aún dentro de espacios reducidos, ambiguamente sellados, el aire transporta mensajes desde otros confines y despierta en la aparente inmutabilidad un sueño particular.
De a poco se adivinan las infinitas extensiones de un lugar que siempre estuvo, pero que ahora arde y se estremece, evaporando la diferencia entre interior y exterior: es la Cultura, superadora de ambientes, suma de todas las prerrogativas y destinataria del universo de los efectos.
Reactiva, enlista sus fuerzas y se obliga a mostrar su omnipresencia ante un nuevo escenario que la lacera: alguien se ha reconocido como portador de vida, emplaza al movimiento, y en ese acto funda las dimensiones de un camino que, al revelarse, puede ser observado, recorrido y abandonado.
Surge un juego de dos vertientes: la vida se expande y hiere de obsolescencia a su matriz; la vida también peligra, y convoca a un golpe de timón que haga emerger nuevas formas de instanciarla. Nuevas formas de vida, pero expuestas a la luz.
El dominio de la Cultura abraza, sofoca y detiene, pero nunca hay que dar por sujeto al hombre independiente.