Una cultura radioactiva
Por Greta Struminger
Luego del pasado 11 de marzo, los diarios del mundo se plagaron con notas sobre los acontecimientos y las culpas en torno al triste episodio de la crisis nuclear en Japón. La novedad de la catástrofe residía en que lo que en un principio pareció ser sólo un inevitable acontecimiento natural sacó a la luz profundas fallas estructurales en el régimen de producción de energía nuclear y en el sistema social que lo respaldaba.
Es importante hacer una lectura cultural profunda del fenómeno, para complementar otras interpretaciones que, fragmentariamente, centraron el problema en cuestiones como la corrupción de las agencias estatales, el mero afán de lucro de las empresas, o la poca sustentabilidad del paradigma de la energía atómica, entre otras. Estos puntos de vista, si bien son válidos, no logran identificar el problema orgánico que subyace en este tipo de episodios, y, aún más importante, ofrecen respuestas y alternativas parciales.
En este artículo vamos a retomar algunos de los argumentos fuertes de estas interpretaciones, pero como indicadores de la necesidad de plantearse el problema desde otro ángulo.
Uno de los aspectos más llamativos del suceso es la desidia en torno a la seguridad pública por parte de las autoridades: existen numerosos antecedentes de problemas con reactores nucleares en Japón, y en particular con los de la empresa Tepco (Tokyo Electric Power Company, dueña de los reactores de Fukushima). Según una nota publicada por el diario El País, desde 1995 hasta el incidente de este marzo, hubo en Japón varios “accidentes” en plantas nucleares: un incendio, un par de fugas de gases radioactivos, un proceso de fisión descontrolada, un escape de vapor y, en 2007, una fuga radioactiva ante un terremoto, valga la similitud.
Por otro lado y para reforzar estos indicadores fácticos de que algo no estaba funcionando bien, tenemos una serie de explícitas advertencias realizadas meses y años antes de la tragedia por distintos individuos y organizaciones que manejaban información sobre el estado de la planta de Fukushima y contaban con los conocimientos necesarios para ponderar los riesgos. Es, por ejemplo, el caso de Ishibashi Katsuhiko, un sismólogo japonés que había prevenido a las autoridades del enorme peligro que supondría un terremoto fuerte en las inmediaciones de la central nuclear. El científico argumentaba que las instalaciones, dado que habían sido construidas 40 años atrás cuando los sismos eran de menor magnitud, no podrían soportar un terremoto que supere los 7 puntos en la escala de Richter. Cabe recordar que el sismo del viernes 11 de marzo alcanzó los 9 puntos.
Incluso reconocidas organizaciones mundiales como el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) habían hecho sus advertencias. Es también el caso de la oposición al gobierno japonés, que arguye haber planteado en el parlamento numerosas denuncias sobre seguridad en materia nuclear.
La reacción de las autoridades -tanto del gobierno japonés como del plantel de seguridad de la empresa y de la comunidad científica encargada de evaluar los potenciales riesgos- fue subestimar el peligro que se corría ante un eventual sismo de mayor magnitud. Otro dato no menor es que en 2006, ante la sordera de sus colegas, el sismólogo Ishibashi Katsuhiko tuvo que renunciar al panel gubernamental de seguridad atómica en el que trabajaba por calificar al proceso de inspección como “rígido e incientífico”.
Múltiples llamados, ninguna respuesta ¿Cómo se puede explicar? Ninguna duda cabe de que no se trata de un caso de simple ignorancia sino de una alevosa negligencia en el desempeño de las funciones. Pero aquí no importa tanto adentrarnos en cuáles fueron los motivos por los cuales los responsables no tomaron los recaudos necesarios (podríamos arriesgar hipótesis como la corrupción, la complicidad corporativa, la obsecuencia gremial, un dogmático exceso de confianza en las virtudes del sistema o incluso una creencia mística en la benevolencia de la providencia), sino analizar cuál fue el rol de los individuos, aislados o agrupados, en este episodio.
Se puede considerar que en toda actividad colectiva de nuestros tiempos (por cuanto está compuesta por muchos miembros y porque su quehacer afecta a terceros), existen hasta tres agentes de control: la empresa, el Estado y la ciudadanía, organizada o no en distintas estructuras más o menos formales, con mayor o menor cantidad de recursos. Se sabe que a mayor control, menores probabilidades de fracaso. También es evidente que los organismos de control deben ser independientes de los organismos controlados.
Cierto es que concentrarnos en el rol de la ciudadanía no significa, de ninguna forma, legitimar el accionar (o la falta de acción) de los estados ni de las empresas; pero en casos donde existe una realidad amenazante, aunque los otros no estén a la altura de las circunstancias, lo más sensato para cada individuo es hacer todo a su alcance para evitar verse afectado. Y ésta es justamente la actitud que no floreció entre los japoneses. La confianza ciega en las instituciones centrales fue el aliciente que devino en caos, pues obnubiló cualquier reacción y cuestionamiento que pueda redundar en tomar cartas en el asunto y orientar la gestión en algún sentido que sea, cuanto menos, más sustentable.
Una confianza ingenua, basada más en una esperanza del “debe ser” que en un análisis pragmático y escéptico de lo que realmente es, se constituyó en inmovilismo y mansedumbre antes del episodio, y lo que es aún más curioso, después también. Analicemos si no el discurso de Hiroaki Kano, un ingeniero eléctrico que, una vez ocurrida la tragedia y ante el pedido del gobierno de “no alarmarse”, afirmaba con serenidad “No es mi obligación preocuparme, es el trabajo del gobierno hacerse cargo de esto”. Tal vez otro adverso síntoma cultural de la división del trabajo en su máxima expresión, porque, si bien es cierto que es el trabajo del gobierno, ¿es prudente entregarse por completo a su discrecionalidad?
La respuesta es no. Una doble negativa si se hace un examen temporal en dos etapas, la de prevención y la de auxilio de emergencias. La primera dimensión la analizamos arriba, la segunda se explicita, por ejemplo, cuando se observa que a pocos días de la catástrofe y en un clima de escasa confianza, las autoridades japonesas indicaban no salir de sus casas a los ciudadanos que estuvieran dentro de un radio de 20 km del lugar del accidente. La misma cifra corresponde al área de exclusión que la ONU había establecido para sus aeronavegantes. Al mismo tiempo, las autoridades norteamericanas instaban a sus ciudadanos a mantenerse alejados al menos 80 km de Fukushima. Otros países directamente pedían a sus compatriotas en Japón que abandonen la isla. Desde el punto de vista del riesgo humano, lo más prudente hubiera sido extender lo máximo posible las dimensiones de la zona de peligro, pero desde el punto de vista de la conveniencia política una menor extensión significaría menos impacto psicológico y menos costos para una corroída credibilidad.
Habría que preguntarse sobre la lógica subyacente a un orden que se permite ciertas formas de organización que contemplan condescendientemente (pero sin decirlo en voz alta), lo que se entiende por “daños colaterales”. Es, de nuevo, el reino de la estadística, la cuestión de cómo gestionar los grandes números y no los casos particulares. Éste puede ser un buen criterio -y si no “bueno”, aceptable- para una lógica de Estado, pero de ninguna manera para cada uno de aquellos que serán contabilizados como potenciales objetos de sacrificio en servicio de algo que algunos definen como “bienestar general” en base a dudosos cálculos de riesgo-beneficio. Cuando los riesgos no los paga uno sino otro, se subestiman los impactos de cualquier medida.
Si damos por descontado que el Estado, de hecho, se permite especular con las probabilidades de que ocurra un mega sismo, lo sensato es que todo aquello que no es el Estado se constituya lo más fuertemente posible como garante de otros modos de razonamiento posibles.
Desde la perspectiva de un individuo que aprecia su condición como tal, la oposición entre estas dos filosofías es cabalmente entendida y por ello cada decisión es ponderada con un juicio que se aleja del hegemónico, pudiendo generar resultados alternativos al del pasado marzo.
De esta forma, la cuestión sería establecer modelos que, basados en una participación crítica y activa de los individuos, puedan estar a la altura de la complejidad de un desafío tal como proveerse de forma segura de energía atómica. Sin embargo, el interrogante sobre la actual predisposición cultural orientada a involucrarse de lleno en promover estas nuevas dinámicas de trabajo no nos ofrece, aún, un panorama alentador. La frescura con la que sin mayor esfuerzo se encomienda cada componente del sistema a alguna instancia superior y supuestamente más capacitada, evidencia un todo cultural corroído desde sus mismas bases. Cualquier modelo que, por más perfección técnica que tenga, se construya sobre ellas sin reflexionar sobre sus fundamentos, está destinado al fracaso.
Es en este tipo de episodios donde se evidencia el grado en que existe, por un lado -y en el plano estrictamente teórico- una contraposición de dos formas posibles de pensar, y por el otro, una nula conciencia al respecto que cancela toda acción práctica. Cuando se entienda que el margen de tolerancia al riesgo que estamos manejando es demasiado alto, que delegamos libremente la totalidad del control de los sistemas más riesgosos que existen a unas pocas organizaciones con dudoso compromiso y sospechosos vínculos, tal vez situaciones como ésta tengan menos probabilidades de ocurrir.