Evocando la inconsistencia
La muerte de Fernando Peña ha despertado en los medios un profundo reconocimiento por su trayectoria que, creo, merece ser observado y analizado de manera crítica.
Desde hace una semana, sin matices, se vienen escuchando voces cargadas de cierto brío reivindicatorio. A Peña, parecen coincidir los evocadores de turno, hay que recordarlo porque hizo lo que quiso, porque fue auténtico, porque vivió al límite.
Los rasgos más corrosivos de su posicionamiento en el mundo, insoslayables por cierto, parecen ser valorados como una peculiaridad respetable. La honestidad brutal que Peña ostentó siempre, pretende ser mostrada como un atributo inequívocamente positivo.
Más allá de su talento frente a un micrófono, lo que pareciera quedar como reflexión es que sus adicciones (por la cocaína y el alcohol) y su orgulloso camino hacia la muerte, no son materia opinable. O peor aún, que su talento iba de la mano de sus pulsiones más aciagas.
Quizás, justamente por la coherencia mostrada alrededor de lo funesto, Peña fue un digno representante de un modo de vida lamentable, pero aceptado para gran parte de nuestra cultura.
La gran cantidad de reportajes que en esta última semana se pudieron ver y leer en los medios, sirve de catalizador de esta percepción: ninguno de sus ocasionales entrevistadores se animó a hurgar detrás de esa convicción autodestructiva enarbolada persistentemente, mucho menos se animaron a confrontar con un proyecto de vida cuyo estandarte era la muerte misma.
Considero que el suyo fue un caso extremo de aversión por la vida, de apología de la enfermedad, de malversación de los conceptos de intensidad y creatividad. Por eso, verificar cuán admisible es este extremo para nuestra cultura, creo que dice mucho sobre el modo de vida imperante. La ausencia absoluta de relatos críticos demuestra que para muchos el flirteo con la muerte no parece estar tan mal…